Como todos los aeropuertos del mundo, el nuestro es impersonal, estresante, de aluminio y cristal por todos lados. De vez en cuando, la puerta de la aduana se abre y alguien sale con el equipaje envuelto en celofán. Los familiares que aguardan lanzan un grito, las lágrimas corren, el recién llegado tiene la cara enrojecida por la emoción. Mientras, en el primer piso ocurren las despedidas, los últimos abrazos entre gente que quizás no volverá a verse nunca más. Hay garitas con oficiales de mirada severa que revisan los documentos. Pasaporte, visa, boleto… permiso de salida. Siempre me pregunto qué les ocurre a quienes se paran ante esa ventanilla sin la tarjeta blanca, sin esa autorización denigrante que los cubanos necesitamos para salir de nuestro propio país. Pero hay pocos testimonios, las prohibiciones ocurren más bien en las oficinas de inmigración y extranjería, bien lejos de las pistas donde despegan los aviones.
El rumor de que mañana viernes Raúl Castro podría anunciar una flexibilización a las restricciones de entrada y salida no me deja dormir. En cuatro años, mi pasaporte se ha llenado de visas para arribar a otras naciones, pero carece de un solo permiso para saltarme esta insularidad. Dieciocho negativas de viaje es demasiado; más parece una venganza personal que el ejercicio de alguna regulación burocrática. Tengo mi equipaje preparado desde hace mucho. La ropa que contiene se ha ido amarilleando en ese tiempo, los regalos que llevaba a los amigos han caducado o pasado de moda, las ponencias que iba a leer en vivo en ciertos eventos han perdido actualidad. Pero la maleta me sigue mirando desde una esquina de la habitación. ¿Cuándo viajamos? imagino que me interrogan sus ruedas gastadas. Y sólo atino a responderle que tal vez este viernes en un parlamento –sin poder real– alguien decrete devolverme un derecho que siempre debí disfrutar.
En caso de que la esperada “reforma migratoria” se anuncie, probaré sus límites desde el aeropuerto, frente a la garita a la que tantos le temen. Mi maleta y yo estamos listas. Dispuestas a comprobar si el guardia apretará el botón que abre la puerta hacia la sala de espera o si llamará a la seguridad para que me saque del lugar.
GENERACION Y. YOANI SANCHEZ